El domingo 7 de octubre se realizaron elecciones presidenciales en Brasil. Ganó Jair del Partido Social Liberal con más del 46% de los votos. Bolsonaro es un militar evangélico que promueve el odio a los pobres, a las mujeres y a los homosexuales; insiste en bajar el salario de los trabajadores; y elogia la dictadura militar que Bolsonaro sembró terror, muerte y desaparición forzada en ese país entre 1964 y 1985. Como en ese país existe una segunda vuelta, tendrá que contender el 28 de octubre con el candidato del Partido de los Trabajadores (PT) Fernando Haddad, quien sustituye al expresidente, Lula Da Silva (conocido simplemente como Lula), que está preso desde el 8 de abril de este año acusado de un fraude sin que, a la fecha, la “justicia” haya mostrado ninguna prueba en su contra.
Brasil es el país más rico de América Latina y, como México, uno en que la desigualdad y la injusticia contra el pueblo es inmensa y descarada. El PT gobernó Brasil desde 2003 con Lula y Dilma Rousseff, hasta que en 2016 los grupos de derecha le dieron un golpe de Estado a Dilma, a través del Congreso y los Tribunales. El PT había aparecido en Brasil como una opción de gobierno popular, con el que podía alcanzarse la justicia social y la democracia para el pueblo. En el gobierno, el PT apoyó con programas sociales a los más pobres. Sin embargo, se negó a hacer cambios profundos. Nunca impulsó una Nueva Constitución para reestructurar el poder y se negó a hacer una Reforma Agraria, demandas que el movimiento social exigía. No tocó los privilegios de los más ricos, los protegió y permitió que siguieran saqueando el país. Hizo alianzas con los partidos tradicionales. Al final, los partidos y empresarios decidieron deshacerse del PT, destituir a Dilma y encarcelar a Lula.
Hoy avanza un candidato fascista, si triunfa, le irá mal al pueblo. Las opiniones dominantes sobre el posible triunfo explican que la gente es tonta y que vota a favor de sus verdugos. Es difícil entender por qué la gente vota por alguien que es “hasta peor que Donald Trump”, como se ha dicho. Quienes luchamos no podemos quedarnos con explicaciones simples y tampoco podemos culpar al pueblo, tenemos que comprender lo que pasa a profundidad y asumir la importancia que tiene la acción política radical para arrebatar el pueblo al fascismo.
El fascismo ha surgido como una respuesta a momentos de inestabilidad y crisis. Aunque en lo fundamental es parte del sistema de dominación en sus versiones más crudas, al inicio aparece con discursos “opuestos” al sistema, exalta el temor y la desesperación de la gente. Plantea soluciones falsamente radicales a los grandes problemas que vive el pueblo. Han prosperado donde las fuerzas populares han renunciado a ir más allá del sistema y, donde lejos de fundirse con el pueblo en formas de lucha capaces de vencer a los poderosos, estas se limitan a defender la ley injusta y a confiar en que los ricos y poderosos respetarán las leyes.
Brasil está en una fuerte crisis y la gente está harta de los políticos tradicionales. Bolsonaro, el militar fascista, llama a enfrentar a los “políticos de siempre”. El PT llama a respetar la ley, a no confrontar, confía que el “amor va a vencer al odio”, pero no da pistas de cómo resolver la inconformidad social. Si los que luchamos no respondemos a los anhelos de justicia del pueblo de modo eficaz, los dominadores actuarán a sus anchas con la injusticia disfrazada de cambio, y en los momentos más difíciles, impondrán el fascismo.
Lula, momentos antes de entregarse a la policía para se apresado injustamente y así no poder competir con Bolsonaro (las encuestas decían que podía ganarle por un amplio margen), declaró: “Si no creyera en la justicia, no habría hecho un partido político. Yo había propuesto una revolución en este país”. Lula olvidó que la verdadera justicia sólo puede venir del pueblo y se alcanza cuando se hacen refundaciones, es decir, revoluciones.
( Foto: Instituto Pólis)