Editorial – Boletín Semanal de la NCCP 17/07/2017
¿Por qué el llamado de unidad se ha transformado en una muletilla a la que todos invocamos? ¿Por qué ese llamado se parece más a la fórmula mágica “Si todos nos juntamos podemos hacer las cosas” que a la verdadera necesidad de caminar junto al pueblo a partir de un proyecto de transformación nacional? ¿Quizás porque esto significaría que en esa unidad, la unidad para la verdadera liberación de nuestro pueblo, no caben todos (por ejemplo los que nos explotan, los cómplices del sistema político actual, los genocidas y sus defensores)? ¿Y que tal vez la unidad por sí sola no garantiza el triunfo?
¿Por qué los movimientos populares en general han abandonado la idea de “tomar el poder”, como si aquello implicara una inevitable corrupción de sus principios? Y ¿por qué otros sólo se plantean ganar elecciones como única posibilidad de transformación?
Unidad y poder: dos términos que se entrelazan, se pelean, se confunden, se separan y conviven más contradictoriamente de lo necesario. Renunciamos al poder porque hemos asociado poder a cualquier cosa, menos al verdadero gobierno del pueblo. Enarbolamos consignas de unidad sin creer que aquello se logre genuinamente. Ni una ni la otra es parte de una estrategia que esté presente en la ruta de los movimientos que luchan contra la opresión en México. De cualquier manera podemos seguir dándole vueltas al asunto. Seguir llamando a la unidad, como si ese fuese la fórmula perfecta para resolver el conflicto nacional, aunque sabiendo que si quisiéramos unir a fuerzas políticas divergentes primero deberíamos considerar si nuestro objetivo es el mismo, luego pensar si las formas de acción política las compartimos, si las consideraciones que tenemos sobre ciertos personajes políticos y sobre el sistema económico son similares y así se nos iría la vida. En todo esto están inmersos muchos proyectos políticos que consideran que el nudo de la cuestión está aquí, o que han renunciado hace tiempo a soñar y hacer por un cambio verdadero.
Pero ¿Si pensáramos que lo relevante es la unidad del pueblo en torno a un proyecto común? ¿Y que ese proyecto debiera apostar al poder, pero no al poder como sinónimo del sistema político vigente, ni de los grandes centros económicos, ni al poder entendido como dominación? Ahí, el trabajo sería distinto. Casi siempre los movimientos políticos parten de análisis económicos, apostando a descubrir por estadísticas, mapas y cifras quiénes son los sujetos que pueden pelear. Entonces sólo a partir de comprender si sus bases económicas les permiten pensar en luchar es que sentencia si este o aquel grupo está preparado para liberar el territorio o para pelear por algo. En países como México este análisis se complejiza, pues además de los factores económicos se llega a los análisis de raza y etnia, para discutir si son los indígenas o qué tipo de indígenas los que pueden participar en la lucha. Los “mestizos” resultan así algo que se utiliza a modo para ajustarse al dogma o para justificar un cierto tipo de actuar.
De la misma manera, abandonar la lucha por el poder de ninguna manera responde a las (in)capacidades de los sectores populares, sino, una vez más, a las decisiones de ciertos grupos que -absorvidos por una cultura derrotista que responde al sentido común dominante- han preferido acomodarse a los designios del sistema político vigente a apostar a la verdadera liberación y a la fuerza y rebeldía que desborda de nuestro pueblo.
A lo que un movimiento puede apelar en un inicio es la necesidad de que todos los oprimidos se unan, a que la unidad de ellos, esto es su poder colectivo podrá vencer. Pero el centro del trabajo político no es la unidad.La unidad se hace entre quienes no son iguales. La unidad con la gente sencilla, es más bien, la incorporación de ella a un proyecto.
Sin embargo, ¿eso no significa que renuncian finalmente a transformar el mundo por fuera del pueblo, por fuera de los habitantes reales de este mundo, de los oprimidos en general? Significa desconocer nuestras verdaderas capacidades y renunciar a la que será la verdadera y liberadora unidad: la del pueblo levantado. Porque si en algún momento ha de haber una revolución será con las personas de carne y hueso: los que usan el dinero, no para dominar ni para explotar a otros, sino para sobrevivir; los que estudian en instituciones estatales porque no pueden pagar un instituto privado, porque quieren tener un título de algo que les permite trabajar; y también los que no estudiaron porque no se lo permite el Estado ni la explotación económica a la que no someten. Se hará con los que no reconocen las reglas institucionales por considerarlas abusivas, extractivas, fraudulentas, pero también con los que no desconozcan que esas instituciones existen y que para transformarlas también debemos conocerlas. En esta lucha, la única pureza es la convicción rotunda y genuina de que el poder le pertenece al pueblo y así lo haremos valer.
Reconocer al verdadero enemigo, pero también a los verdaderos protagonistas que somos el pueblo rebelde, es la tarea urgente.